Tiró la ropa al
suelo y se paró frente al espejo de cuerpo entero. Se odiaba, detestaba tener
esas caderas, ese cuerpo que, a pesar de todos los métodos implementados, que
podían haberse considerado hasta abusadores, seguía igual.
No se
conformaba, quería pesar esos anhelados treinta kilos que la llevarían a la
gloria... cueste lo que cueste.
Quería verse
flaca, y eso iba de la mano de veinte kilos menos. Se dejó caer de rodillas en
la frialdad de los azulejos blancos que constituían el suelo y se inclinó ante
la fuente de lamentos, mejor conocida como inodoro. Expulsó los
escasos nutrientes consumidos ese día: un cuarto de manzana.
Se comprometía,
se había metido en aquello y saldría, con vida o no... pero con su peso
deseado.
Hizo su mejor
esfuerzo para vestirse, lavar su cara y arreglarse el cabello; se miró al
espejo, incluyó en la palidez de su tez una sonrisa, esa que siempre llevaba en
su cara, esa que ocultaba tantos sentimientos.
Llegó a casa, o
como ella sentía, cuatro paredes blancas de rincones vacíos. Como de costumbre,
nadie se encontraba allí, y aunque lo estuvieran, la casa seguiría totalmente
vacía.
Tomó el filo de
un sacapuntas, que últimamente era su único mejor amigo, y dejó que hiciera su
trabajo. Dibujó con él en sus muñecas, antebrazos y muslos. Ayudó su propósito
con un frasquito de pastillas para dormir y una botella de vodka que en un
suspiro quedó totalmente vacía.
Un líquido
espeso, pegajoso y ajeno recubrió cada parte de su cuerpo: sangre. Quedó sumida
en un dolor agudo.
No le importaba,
no quería nada más, dejó de darle importancia a ese dolor y comenzó a pensar en
desaparecer. Eso quería, desaparecer, ser invisible, ocultarse.
Cerró los ojos,
se sumió en un mar de tranquilidad, ese dolor que había sentido durante sus
quince años, que no había cesado ni un momento, allí dio fin. Descansó por fin
en paz.
Fin.
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